Recuerdo claramente aquel día cuando, a los 9 años, me perdí en el bosque durante una noche de campamento de verano con los Scouts en la zona central de Chile. Estábamos jugando con otros chicos cuando, de repente, me di cuenta de que estaba perdido. Me encontraba en un lugar conocido como la “pata de gallina”, una zona del bosque en la que se cruzaban cuatro senderos diferentes. Me dijeron que le llamaban así porque desde un sendero aparecían cuatro caminos para distintas direcciones.
Enfrentado a la encrucijada de decidir qué camino tomar para regresar al campamento, solo seguí mi instinto. Fue en ese momento, estoy casi seguro, que comencé a experimentar y entender qué era ese impulso, ese estímulo que me llevaría a tomar la decisión correcta. Esa noche, confié en mi instinto y pude encontrar el camino de regreso. Estaba asustado, pero recuerdo claramente cómo respiré profundamente, observé a mi alrededor y traté de vislumbrar alguna señal en la oscuridad. Aunque no veía nada, desde aquel lugar, la “pata de gallina”, sentí claramente ese instinto.
Ese episodio se convirtió en un hito en mi vida, una experiencia que me enseñó una lección valiosa para el futuro. Aprendí a confiar en mi intuición, en ese instinto que a veces nos guía sin que podamos explicarlo racionalmente. Aprendí a escuchar esa voz interior y a permitir que me guiara en momentos de incertidumbre.
Desde aquel día, he aprendido a valorar y cultivar mi instinto en diferentes aspectos de mi vida. Me ha ayudado a tomar decisiones importantes, a confiar en mis habilidades y a enfrentar desafíos con determinación. Mi experiencia en el bosque me enseñó que el instinto es un poderoso aliado cuando nos encontramos en situaciones difíciles o desconocidas.
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