Un día, mi madre me contó que al nacer descubrieron que tenía hipoacusia bilateral congénita y microtia unilateral (pequeño oído en el lado izquierdo). A medida que crecía, me di cuenta de que usaba audífonos y no comprendía bien lo que los demás decían. No hablaba hasta que comencé las terapias de fonoaudiología y las máquinas de vibración para estimular los músculos de la cara. Eso es lo que más recuerdo: todo ese tiempo siempre relacionado con el lenguaje y la modulación. Pero lo que realmente me quedó grabado fueron esos momentos de silencio en los que me concentraba en otro sentido, como la vista o el tacto. En esos instantes, parecía decirme a mí mismo: ‘Está bien, soy sordo, dejaré de lado esta parte y me centraré en lo otro’. Dejaba de prestar atención a los demás y me sumergía en mi propio mundo.
Quizás el hecho de tener que leer los labios de las personas para comprender el mensaje me llevaba a un estado de alerta constante. Necesitaba tener total claridad de que el receptor había comprendido correctamente, y como emisor, yo debía ser aún más enfático en mis gestos, expresiones faciales y, por supuesto, en una modulación clara.
La hipoacusia puede ser un silencio que inquieta, pero también nos impulsa a desarrollar habilidades y estrategias únicas para comunicarnos. A través de mi experiencia, he aprendido a valorar la importancia de la empatía y la adaptabilidad en la comunicación. Cada día, enfrento nuevos desafíos, pero también encuentro nuevas formas de expresión y conexión con los demás.
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